Superkica en acción: El triciclo

Hoy 25 de enero, mi hija Kica cumple 25 años. He rescatado del fondo del escritorio un cuento que escribí hace muchos años, para retener ese momento extraordinario de la primera infancia. En lo fundamental, Kica sigue siendo igual que Superkica: alegre, cariñosa,  decidida, valiente y capaz de indignarse frente a la injusticia. Feliz cumple, hija.

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Kicakica WP es una niña algo gordita, que lleva gafas para corregir el estrabismo de sus ojos azules. Es muy buena y obediente; se come las cosas sin rechistar, le gusta dibujar en el cole y hasta se lava los dientes sin que nadie se lo pida. Hace las cosas así no por ser dócil, sino por que es lista.

Pero a Kica le pasa una cosa extraordinaria: cuando se enfada se pone colorada, colorada como un pimiento, y parece que va a reventar. Entonces le sale una capa pequeñita del cuello del abrigo o de lo que lleve puesto, y se convierte en Superkika. Aunque esto sólo ocurre cuando alguien comete una injusticia o un acto feo contra la humanidad.

 Un día Kica volvía del cole tan contenta y se cruzó con un niño pequeño que montaba feliz en triciclo. Kica le dijo al pasar:

—¡Hola niñito! —Y el niño le sonrió y salió disparado en el triciclo acera arriba.

Kica siguió su camino. De repente escuchó voces que decían:

—¡A por él, a por él! —y— ¡venga el triciclo, pardillo

Después el niño pequeño la adelantó, corriendo a toda velocidad, gritando:

—¡Mamá, mamá! —y— ¡socorro, socorro!

Pero ya no tenía el triciclo. Kica se dio la vuelta y vio a una banda de mocetes que se acercaban corriendo y chillando como fieras para robar el triciclo del niñito. Y le dio mucha rabia. Tanta, tanta que empezó a ponerse colorada, colorada y a hincharse, hasta que, ¡puf!, le salió la capa del abrigo y se convirtió en Superkica, Superkica en acción.

Superkica se acercó a los de la banda y dijo:

—Que le devolváis el triciclo al niñito u os doy una chufa.

Los de la banda empezaron a llamarle «gorda, gorda» y «gafotas, gafotas», pero a Superkica le dio igual y volvió a decirles:

—A que os doy una chufa —y— la que avisa no es traidora.

Los de la banda, sin saber que estaban ante Superkica, siguieron burlándose de ella y algunos incluso se acercaron a darle empujones y tirones de pelo. Entonces, Superkica empezó a dar vueltas como un torbellino y a dar manguzadas, capones y tirones de orejas a todos los mozalbetes, que gritaban «uy», y «ay», y «fiu», y cosas así.

En unos instantes estaban todos los gamberros por el suelo, huyendo con una oreja colorada o llorando.

—¡Basta, basta! Nos rendimos. —Dijo uno que parecía el jefe y tenía pelusilla en el bigote.

—No pararé hasta que devolváis el triciclo al niñito —amenazó Superkica, dispuesta a dar algún pescozón más.

—Está bien —dijo el de la pelusilla— le devolveremos el triciclo.

Dicho y hecho. Los miembros de la maltrecha banda llevaron el triciclo hasta el niño y le pidieron perdón por haberle asustado. Luego, desparecieron por una esquina, cabizbajos y llorosos. A Superkica le dio pena verlos así, pero prefirió despedirse de ellos con su grito de guerra:

—Superkica en defensa de los desvalidos, ¡hala! —, para que no se les ocurriera hacer otra vez cosas tan cobardes y feas.

Entonces Superkica se puso detrás de un árbol, se deshinchó, colgó de una rama la capa, que se convirtió en una hoja preciosa, y se fue a casa tan contenta y con muchas ganas de darle un beso a su papá.

Cocoliso y la aspiradora

Como el año pasado, dejo otro cuento de los que escribí, torpemente, para que mis hijos pequeñitos se durmieran mejor por la noche. Feliz Navidad.

Cocoliso pidió en cierta ocasión una galleta a su madre y esta no se la quiso dar, porque faltaba poco para la comida y el niño no comería nada. Cocoliso se enfadó muchísimo y dijo:

—Pues ahora voy por la aspiradora y destruyo el mundo.

Entonces fue al cuchichón, que es como llaman en su pueblo al hueco de la escalera para guardar escobas y eso, cogió una aspiradora inglesa muy buena y salió a la calle con ella.

Cocoliso se puso aspirar concienzudamente todas las cosas que encontró a su alrededor. Empezó por las flores del jardín, los maceteros y el manzano. Aspiró todo el césped y la cancela que daba a la acera. Luego salió a la calle y siguió con la acera, los coches que estaban aparcados y la abuelita vecina, que siempre le hacía cucamonas. Después pasó el autobús del centro y lo aspiró también con el conductor, que era muy gordo y casi atasca el instrumento de su venganza.

Aspiró los coches, el asfalto, el semáforo. Luego se fue al centro y aspiró el ayuntamiento, los bancos, las tiendas, las hamburgueserías y la iglesia con el cura agarrado al campanario, que tremolaba como un banderín pirata y gritaba:

—¡Ooooooooooooooooooooooh!

A la hora de la comida, Cocoliso había aspirado ya todo el país y se aplicaba con denuedo a la arena de la playa. A continuación succionó el Océano Atlántico con todos sus besugos, sus petroleros y sus ballenas, que no fueron fáciles de acomodar en el depósito, como había sucedido con el chófer del autobús.

Y así continuó hasta la hora de la merienda, en que llegaron a verle unos señores muy preocupados, que decían ser los mandos del mundo, según un quinto que pasaba por el lugar.

Los señores le pidieron que dejase de aspirar. Cocoliso contestó:

—¡Quiero una galleta!

Su madre repuso:

—Una galleta ni hablar, que es casi la hora de la cena.

Los mandos del mundo se arrodillaron ante la madre de Cocoliso y le suplicaron con lágrimas en los ojos:

—Por favor, señora dele la galleta.

La madre del niño, un poco harta de aquéllos señores tan pegajosos, dijo:

—Está bien; toma una galleta, pesado.

Cocoliso se quedó muy contento por haberse salido con la suya y abrió el depósito de la aspiradora. Entonces empezaron a salir todas las cosas en desorden: el semáforo se quedó donde los rosales; la abuelita apareció conduciendo el autobús; la playa en el asfalto y los besugos en el ayuntamiento.

Los mandos mundiales se comprometieron a ordenar aquello, pero rogaron a Cocoliso que utilizara su aspiradora para luchar contra los malos, que había varios, a cambio de todas las galletas que quisiera. Cocoliso aceptó.

Muy contento se fue donde el tesoro que los malos querían robar y allí los pilló a todos con las manos en la pasta. Así que aspiró de uno en uno a los grandes y en grupo a los más pequeños. Cuando acabó con todos, se dijo:

—Pero aún faltan los malos que nos quieren robar la ropa. —Y fue contra ellos y los aspiró por el mismo procedimiento.

Según cuenta Cocoliso, los malos se convirtieron en huesos con los que se construyó una casa muy grande, que no sirve para nada, pero ahí está para quien quiera verla… y para meter a los malos cuando se estropee la aspiradora.

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A Lula, que lloraba tanto

Dejo por un momento las reflexiones sesudas y publico un cuento de los que escribí, torpemente, para que mis hijos pequeñitos se durmieran mejor por la noche. Feliz Navidad.

Laurita es una niña traviesa pero llorona. Como se pasa el día haciendo tonterías, sus padres la regañan y ella llora y sólo para cuando hace una nueva travesura. Entonces sus padres la vuelven a reñir y ella, ¡hala!, a llorar otra vez.

Un día Laurita se puso a comer las hojas de un bonsai de sauce llorón. Su padre, a ver si la asustaba un poco, le dijo:

—Que no te comas la planta, que es venenosa.

Laurita se puso a llorar como siempre. Pero esta vez lloró una hora, y dos y tres y cuatro, sentadita en un rincón. Como no hacía travesuras para dejar de llorar, sus padres empezaron a preocuparse.

—Niña no llores más —le dijo su madre, y los ojos de Laurita eran dos chorros gordos. Llegó la hora de la cena y ya eran dos fuentes. Fue la hora de acostarse y Laurita seguía llorando.

Una semana después, Laurita seguía desconsolada. No comía, ni dormía, ni se lavaba los dientes. Sólo lloraba y lloraba; tanto, tanto, que la casa comenzó a inundarse. A la semana siguiente, las lágrimas cubrían por la cintura a la niña; su padre se puso las botas de pescar para no mojarse los pantalones y su madre tenía que guisar sentada en un flotador de los de la playa.

Toda la familia tuvo que instalarse encima de un armario. El agua les cubría por completo y estaban preocupadísimos porque Laurita lloraba cada vez más. Por fin, el hermano mayor de Laura, Cocoliso, que tenía ideas muy brillantes cuando no veía la tele, dijo a su padre:

—Papá, ¿porqué no abrimos la puerta de la casa?

Su padre pensó «pero qué cosas se le ocurren a este niño cuando no ve la tele», y se puso a bucear hasta la puerta principal. En el momento de abrirla se acordó de que no llevaba las llaves y volvió al armario. Al salir del agua dijo:

—Que se me han olvidado las llaves.

—Mírate en los pantalones, Jesusjosemaría —respondió la mamá, aunque el señor se llamaba Joaquín. Así que el papá buscó en los bolsillos, tomó aire y volvió a sumergirse.

Al cabo de un rato consiguió abrir la puerta y, para que la corriente no lo llevase, se agarró al pomo. El agua salía de la casa con la fuerza de una catarata. Laurita se quedó tan encantada que dejó de llorar, pero le entraron ganas de darse un bañito y se zambulló haciendo el ángel. Entonces, la corriente le arrastró y salió disparada por la puerta en dirección a un río cercano. Cocoliso tuvo reflejos para enviarle en el último instante el flotador que aquellos días utilizaba su madre para cocinar.

Laurita se asustó mucho y empezó a llorar de nuevo, pero esta vez más fuerte aún. Lloró y lloró de tal manera que las aguas del rio crecieron una barbaridad y se la llevaron hasta el mar. Laurita se quedó en medio del océano y cada lágrima que le venía era como un cubo de agua.

Entonces las aguas del mar empezaron a crecer también. A los bañistas de la playa se les mojó la tripa, pero lo peor vino luego. Las aguas inundaron los pueblos costeros de toda la Tierra. La gente se quedó preocupadísima. Tanto, que los que más mandan del mundo decidieron reunirse en casa de Laurita para evitar una inundación mundial.

A los mandamases se les ocurrió de todo. Uno quería meter a la niña en un cohete y enviarla a la Luna. Los demás dijeron que eso era una barbaridad, pues al inundarse la Luna el agua caería a la Tierra y las cosas empeorarían. Otro dijo que lo mejor era bombardear a Laurita con aviones. Un señor muy flaco se animó con la conversación y añadió que lo más práctico y seguro era tirar una bomba de esas grandes, tipo seta venenosa.

Como aquellos señores tan importantes sólo decían sandeces y no se ponían nunca de acuerdo, Cocoliso decidió intervenir:

—Lo mejor es que vaya un nadador y le tape los ojos.

Los señores importantes se quedaron pasmados del tino del muchachito y aceptaron la propuesta. Así que llamaron a un nadador olímpico de los alrededores, le pidieron que fuera adonde Laurita y le tapase los ojos hasta que dejase de llorar.

Y allí fue el valiente. Cuando llegó a la niña, que vertía chorros de lágrimas dignos de una fuente romana, trató de taparle los ojos. Laurita se asustó y se defendió del pobre nadador como ella solía, es decir, a base de pescozones, mordiscos, patadas y pellizcos. El nadador se asustó mucho pensando que se iba ahogar y, desesperado, le dio un capón para zafarse. Laurita se quedó muy sorprendida y se rascó la cabeza. Entonces, dejó de llorar. Inmediatamente el agua bajó y la Tierra quedó libre de la amenaza.

El nadador llevó a la niña hasta la costa y todos se pusieron muy contentos de verla sana y salva, y de haber evitado un buen estropicio. Los dirigentes se fueron muy orondos y derechitos, atribuyéndose cada uno el honor de haber solucionado el problema. El señor tan flaco insistió, sin embargo:

—Pero, se tira la bomba ¿o qué?

Entonces el nadador le dio un capón y el señor se calló.

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