Dejo por un momento las reflexiones sesudas y publico un cuento de los que escribí, torpemente, para que mis hijos pequeñitos se durmieran mejor por la noche. Feliz Navidad.
Laurita es una niña traviesa pero llorona. Como se pasa el día haciendo tonterías, sus padres la regañan y ella llora y sólo para cuando hace una nueva travesura. Entonces sus padres la vuelven a reñir y ella, ¡hala!, a llorar otra vez.
Un día Laurita se puso a comer las hojas de un bonsai de sauce llorón. Su padre, a ver si la asustaba un poco, le dijo:
—Que no te comas la planta, que es venenosa.
Laurita se puso a llorar como siempre. Pero esta vez lloró una hora, y dos y tres y cuatro, sentadita en un rincón. Como no hacía travesuras para dejar de llorar, sus padres empezaron a preocuparse.
—Niña no llores más —le dijo su madre, y los ojos de Laurita eran dos chorros gordos. Llegó la hora de la cena y ya eran dos fuentes. Fue la hora de acostarse y Laurita seguía llorando.
Una semana después, Laurita seguía desconsolada. No comía, ni dormía, ni se lavaba los dientes. Sólo lloraba y lloraba; tanto, tanto, que la casa comenzó a inundarse. A la semana siguiente, las lágrimas cubrían por la cintura a la niña; su padre se puso las botas de pescar para no mojarse los pantalones y su madre tenía que guisar sentada en un flotador de los de la playa.
Toda la familia tuvo que instalarse encima de un armario. El agua les cubría por completo y estaban preocupadísimos porque Laurita lloraba cada vez más. Por fin, el hermano mayor de Laura, Cocoliso, que tenía ideas muy brillantes cuando no veía la tele, dijo a su padre:
—Papá, ¿porqué no abrimos la puerta de la casa?
Su padre pensó «pero qué cosas se le ocurren a este niño cuando no ve la tele», y se puso a bucear hasta la puerta principal. En el momento de abrirla se acordó de que no llevaba las llaves y volvió al armario. Al salir del agua dijo:
—Que se me han olvidado las llaves.
—Mírate en los pantalones, Jesusjosemaría —respondió la mamá, aunque el señor se llamaba Joaquín. Así que el papá buscó en los bolsillos, tomó aire y volvió a sumergirse.
Al cabo de un rato consiguió abrir la puerta y, para que la corriente no lo llevase, se agarró al pomo. El agua salía de la casa con la fuerza de una catarata. Laurita se quedó tan encantada que dejó de llorar, pero le entraron ganas de darse un bañito y se zambulló haciendo el ángel. Entonces, la corriente le arrastró y salió disparada por la puerta en dirección a un río cercano. Cocoliso tuvo reflejos para enviarle en el último instante el flotador que aquellos días utilizaba su madre para cocinar.
Laurita se asustó mucho y empezó a llorar de nuevo, pero esta vez más fuerte aún. Lloró y lloró de tal manera que las aguas del rio crecieron una barbaridad y se la llevaron hasta el mar. Laurita se quedó en medio del océano y cada lágrima que le venía era como un cubo de agua.
Entonces las aguas del mar empezaron a crecer también. A los bañistas de la playa se les mojó la tripa, pero lo peor vino luego. Las aguas inundaron los pueblos costeros de toda la Tierra. La gente se quedó preocupadísima. Tanto, que los que más mandan del mundo decidieron reunirse en casa de Laurita para evitar una inundación mundial.
A los mandamases se les ocurrió de todo. Uno quería meter a la niña en un cohete y enviarla a la Luna. Los demás dijeron que eso era una barbaridad, pues al inundarse la Luna el agua caería a la Tierra y las cosas empeorarían. Otro dijo que lo mejor era bombardear a Laurita con aviones. Un señor muy flaco se animó con la conversación y añadió que lo más práctico y seguro era tirar una bomba de esas grandes, tipo seta venenosa.
Como aquellos señores tan importantes sólo decían sandeces y no se ponían nunca de acuerdo, Cocoliso decidió intervenir:
—Lo mejor es que vaya un nadador y le tape los ojos.
Los señores importantes se quedaron pasmados del tino del muchachito y aceptaron la propuesta. Así que llamaron a un nadador olímpico de los alrededores, le pidieron que fuera adonde Laurita y le tapase los ojos hasta que dejase de llorar.
Y allí fue el valiente. Cuando llegó a la niña, que vertía chorros de lágrimas dignos de una fuente romana, trató de taparle los ojos. Laurita se asustó y se defendió del pobre nadador como ella solía, es decir, a base de pescozones, mordiscos, patadas y pellizcos. El nadador se asustó mucho pensando que se iba ahogar y, desesperado, le dio un capón para zafarse. Laurita se quedó muy sorprendida y se rascó la cabeza. Entonces, dejó de llorar. Inmediatamente el agua bajó y la Tierra quedó libre de la amenaza.
El nadador llevó a la niña hasta la costa y todos se pusieron muy contentos de verla sana y salva, y de haber evitado un buen estropicio. Los dirigentes se fueron muy orondos y derechitos, atribuyéndose cada uno el honor de haber solucionado el problema. El señor tan flaco insistió, sin embargo:
—Pero, se tira la bomba ¿o qué?
Entonces el nadador le dio un capón y el señor se calló.