Líderes públicos para cambiar España

Banderas de la Unión Europea, España, Castilla...

Banderas de la Unión Europea, España, Castilla-La Mancha y Albacete (Photo credit: Wikipedia)

He tenido el privilegio de participar como alumno en la primera edición del Programa ejecutivo en liderazgo público, organizado por el Centro de Innovación del Sector Público de PriceWaterhouseCoopers (PwC) y el Instituto de Empresa (IE). Vaya por delante mi felicitación a Isabel Linares, directora del centro y Francisco —Paco— Navarro, director académico, por el excelente diseño del programa.

Quienes llevamos muchos años viviendo fuera de España, en Europa, solemos observar nuestro país sumidos en un desorden bipolar que nos hace pasar de la exaltación de la patria a la crítica más acerba. En la fase de depresión, somos un poco como los exiliados liberales del XIX que, doloridos, decían despreciar a España por su incapacidad para equipararse con las naciones más modernas. Sin embargo, creo que salgo de mi experiencia académica curado del trastorno.

Me he encontrado con un claustro de profesores de altísimo nivel, que han sabido transmitir el afán de excelencia que cultiva el IE. Recuerdo, sólo por citar a algunos profesores, la clase de Juan José Güemes, que compartió con nosotros su apuesta visionaria por la innovación en España; José María O’Kean, un profesor «inspirational» que dirían los anglosajones, nos retó a aplicar la nueva cadena de valor de las empresas más competitivas a las administraciones públicas, enfoque que abre un campo vastísimo a la participación de los ciudadanos; en fin, la sesión del gurú español de las redes sociales, Enrique Dans, dejó claro que la revolución 2.0 ha llegado para cambiarlo todo.

No son ajenos a esta «cura» mis compañeros de promoción. Entre ellos se cuentan diputados nacionales y regionales, cargos electos de la administración  regional y local, directivos públicos de todos los niveles y algún representante de la empresa privada. Todos me han impresionado por su competencia, su espíritu de servicio público y ese calor humano genuinamente español.

En el programa se han abordado tres bloques principales: la competitividad y la innovación en las empresas y en España, así como la colaboración entre los sectores público y privado; las reformas imprescindibles de la administración pública; y la comunicación en sus diversas vertientes de marketing público, comunicación institucional y opinión publica.

Para no resultar apologético en exceso diré que, como funcionario europeo, creo que sería útil poner estos temas en relación con la Unión Europea. Tendemos a olvidar que la administración pública europea es otro nivel de la administración española (véase Bruselas es España), cuyas decisiones afectan cada vez en mayor medida a las administraciones y ciudadanos españoles. Las instituciones europeas han puesto en práctica ya hace años muchas de las reformas que se han tratado en el Programa y se podría aprender de la experiencia.

He podido apreciar en durante estos meses de estudio que los males de España están diagnosticados; me consta también que existe voluntad política para reformar las administraciones públicas. Los responsables políticos no deben desfallecer, por que el precio que se pagará es muy alto: el atraso irrecuperable de España frente a las naciones más avanzadas. No podemos perder un minuto más y el Programa ejecutivo en liderazgo público es también un oportuno aldabonazo en este sentido.

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¿Si no pagas, no votas?

English: US Registration plate as seen in 2008...

El pago de impuestos lleva aparejado el derecho de voto. ¿Si no pagas, no votas? (Photo credit: Wikipedia)

Durante la reciente reunión del Consejo General de la Ciudadanía Española en el Exterior, Marina del Corral, la secretaria general de migraciones, y varios políticos, entre ellos Alfredo Prada, responsable del PP en el exterior, anunciaron cambios en la normativa que rige el voto exterior. Yo deseo la derogación del voto rogado, es decir la obligación de solicitar el voto, que ha herido fatalmente la participación electoral de los de españoles que viven en el extranjero. Y creo también que deberíamos ir hacia la creación de circunscripciones exteriores. Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo en que se equiparen nuestros derechos electorales con los de quienes viven en España.

Un funcionario del servicio exterior me confiaba hace algún tiempo que él no era partidario de que tuviéramos derecho de votar, por las dificultades que entraña organizar el voto. Sostenía también que estamos desligados de España como consecuencia de nuestra ausencia del país —los emigrantes no tienen interés por lo que sucede en España, me dijo—. En cualquier caso, añadió, al no ser residentes fiscales, no contribuyen con sus impuestos a sufragar las cargas del Estado. Mi interlocutor invertía el principio que le costó a Inglaterra la pérdida de sus colonias norteamericanas: «no taxation without representation», es decir, el pago de impuestos lleva aparejado el derecho de voto. En su conjetura, pues, si no pagas, no votas.

Mi postura es menos alambicada que la de nuestro funcionario del servicio exterior y me temo que pueda carecer de fundamento jurídico: Yo creo que tengo todo el derecho a votar y a ser elegido exclusivamente por mi condición de español. Mi condición de español es esencial y el hecho de vivir fuera es accidental. A las autoridades les corresponde la obligación de resolver los problemas técnico-jurídicos que este «accidente» plantea, evitando enfoques sectarios y cálculos electorales, así como respetando los derechos que la condición de ser español genera.

Sin olvidar, claro, que la contribución económica de los españoles del exterior no es desdeñable, desde las remesas de dinero que han contribuido históricamente a aliviar el déficit crónico de la balanza de pagos (10 mil millones de euros en la actualidad), pasando por nuestras inversiones en bienes españoles o el pago de impuestos locales por las casas que todos soñamos tener en nuestra tierra chica, hasta el ahorro que supone a la hacienda española nuestra decisión de partir y no ser una carga para el Estado.